martes, 27 de noviembre de 2012

Oda al American Way of Life. FELICIDAD (Happiness). Estados Unidos, 1998.


FICHA TÉCNICA

Título original:  Happiness
Dirección y guión: Todd Solondz. 
Producción: Ted Hope, Christine Vachon. 
Fotografía: Maryse Alberti, en color. 
Música: Robbie Kondor.
Dirección artística: John Bruce. 
Montaje:Alan Oxman. 
Intérpretes: Jane Adams (Joy Jordan), Jon Lovitz (Andy Kornbluth), Phillip Seymour Hoffman (Allen), Dylan Baker (Bill Maplewood), Lara Flynn Boyle (Helen Jordan), Justin Elvin (Timmy Maplewood), Cynthia Stevenson (Trish Maplewood), Louisse Lasser (Mona Jordan), Ben Gazzara (Lenny Jordan), Camryn Manheim (Kristina).

RESEÑA

Vidas estrelladas

Una ácida mirada estrábica

Ya en este mismo estudio, en el artículo correspondiente a La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997. Ang Lee), comento la cierta tendencia del cine de los noventa norteamericanos en los que un buen número de guionistas y realizadores, de Altman a Allen, pasando por Lee, Clark e incluso Alex de la Iglesia en su esquizofrénica Perdita Durango (1997), se habían dedicado a tirar por tierra toda visión de una Norteamérica firme, moral y religiosa (católica, protestante o lo que más le convenga a cada uno), tumbando una escala de valores que parecía plenamente consolidada a ojos externos y que los propios cineastas autóctonos habían decidido mostrar su podredumbre interna. El que el pasado año el cineasta Michael Moore llegara a cotas máximas de ataque y derribo con la espléndida Bowling for Columbine (Ídem, 2002) no es más que el reflejo de un descontento latente en la sociedad no lobotomizada estadounidense, y en consecuencia, siendo los EEUU el país que rige el mundo, todas las sociedades del planeta se han encontrado reflejadas en ella, descubriendo dentro de sí mismas, las mismas fallas y deformidades que habitan en el país, que quieran o no, han de idolatrar. Bowling for Columbine es un documental, es decir, es la máxima expresión de la realidad que se debería poder obtener fílmicamente. Es un retrato en vivo de, eso sí, una parte desquiciada de la sociedad norteamericana que pone de relieve la estupidez inducida a la gente de a pie que han programado gobiernos, instituciones, medios de comunicación, etcétera.

Tod Solondz no es un documentalista, más bien todo lo contrario, es un cineasta que tiende a estilizar sus formas hasta que ellas mismas se devoren unas a otras. Sus personajes nacen de la realidad para después crecer haciendo patente su patetismo exhacerbado, y Solondz lo estira hasta que el reflejo estrábico de la cámara lo convierta en una ficción descontrolada. Cómo si llevara un paso más allá la realidad, para que podamos divertirnos con ella, aún a costa de un humor malsano y absurdo, esa clase de humor que uno sabe que posee o padece aún sin saber por qué, o si es lícito reírte de ello. Solondz dibuja situaciones que campan a sus anchas por la frontera entre el mal gusto y el humor negro, o visto de otra manera, entre el drama más exagerado y la comedia burda, quedando de ello, una pieza de una exactitud pareja a la de una bomba de relojería. Sus tres films hasta la fecha: Bienvenidos a la casa de muñecas (Wellcome to the Dollhouse, 1995), Happiness y Storytelling (Ídem, 2001) sin ser un ejemplo claro de evolución, si son una puesta a punto de las distintas etapas vitales –juventud, madurez y adolescencia, respectivamente–, crueles reflejos de unas realidades estilizadas que acaban por desconectar la escala de valores del espectador, al hacerle partícipe de un chascarrillo, que de tan mal gusto, acaba convirtiéndose en la mejor y más cruel de las bromas.

En Storytelling el personaje interpretado por Paul Giamatti es un realizador de documentales frustrado -cómo el 99% de los personajes de Solondz- que quiere realizar un documental sobre el paso de los jóvenes a la hora de llegar a la Universidad, y hay un momento que cita en el film a los sucesos ocurridos en la escuela de Columbine. Solondz y Moore, así, sin saberlo, se dan la mano ante la misma preocupación, aunque luego, sus opciones estéticas sean diferentes, mientras Moore graba en vivo a parte de los protagonistas indirectos de la tragedia, Solondz perfila personajes que cualquier día podrían hacer una locura semejante a la de Columbine.

Más vidas cruzadas

Cuando uno ve Happiness por primera vez -una sensación digna de experimentar y que a poder ser debería ser en su versión original(1)- a uno le cuesta un poco digerir lo visto. Solondz ya había avisado en Bienvenido a la casa de muñecas, donde la joven protagonista recibía un palo detrás de otro hasta acabar con toda ilusión de un happy end posible (una constante en Solondz). Happiness llegó así cómo la versión hardcore del Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) de Robert Altman. El film de Solondz arranca a varias millas éticas más alejado del film de Altman, y, cargada con toda la mala uva que se pueda tener, deja por tierra otras propuestas tan ácidas e interesantes cómo la de Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, 1992) de Tim Robbins, cualquiera de los films de Larry Clark (de Kids /Ídem, 1995 a Bully / Ídem, 2001) o, incluso, a la corrosiva Operación Canadá (Canadian Bacon, 1995) del propio Michael Moore.

Esta historia de personajes bizarros nace con una impagable escena romántica -en el estilo solondziano del romanticismo- en la que el personaje de Andy (Jon Lovitz) deja claro sus posiciones a la pobre Joy (Jane Adams): «¡Yo soy el champán y tú eres la mierda!» le grita en un restaurante lleno de gente. Así Solondz empieza sus historias cruzadas en la figura de la joven y sensible Joy, que en la primera media hora de cinta es insultada, abandonada, acosada sexualmente por teléfono, increpada por los huelguistas, ignorada y ridiculizada por sus hermanas y, posteriormente, saqueada por un alumno suyo con el que previamente se había acostado. Nada les sale bien a los protagonistas de Happiness, que en su búsqueda negligente de la felicidad que reza el título y por la que brindan los personajes en la impagable escena final –coronada por la muerte del tamagochi del pequeño de la familia y la primera eyaculación del mayor– acaban sucumbidos a su propia soledad. Los protagonistas de Solondz no llegarían ni a la categoría de antihéroes por que no tienen ni aspiraciones ni las ilusiones del más mórbido de los villanos. Este grupo de perturbados sexuales, pedófilos, egoístas, asesinos y prepotentes son el catálogo límite de la sociedad amable de los EEUU.

Sus aparentes triunfos son rápidamente sesgados de ilusión por parte del guionista y realizador. Cuando Allen (un impresionante Phillip Seyomur Hoffman) consigue tener una cita, que no sea mediante acaso telefónica, su parteneaire, es su vecina Kristina (Camryn Manheim), una obesa asesina digna del Ferrara de Ángel de venganza (Ms. 45, 1981), y Solondz los filma en una escena de una ridiculez desbordante no exenta de ternura, primero bailando agarrados en un bar de mala muerte, luego durmiendo en la misma cama, dándose la espalda y sin que Allen se meta en la misma. De la misma forma que cuando Joy cree haber conseguido pareja, y luego se ve robada y atacada por la mujer de su amante, su hermana Helen (Lara Flynn Boyle), una escritora de éxito y sin embargo frustrada por no haber experimentado nunca una violación, cuando consigue que Allen la visite para "violarla" ella misma rechaza la opción. Las ilusiones no se consiguen nunca en los guiones de Solondz, la fea y decrépita realidad se instala en la pantalla, constatando con las aspiraciones de los inútiles son más inútiles aún que ellos mismos.

Aún así, el mejor ejemplo, está en el papel de Bill Mapplewood, al que da vida un Dylan Baker de digna nominación al óscar por su interpretación de este padre pedófilo y desquiciado, que lleva una aparente vida ejemplar junto a su prototipo de esposa presumida y mezquina, una mujer feliz en su ignorancia, creyendo haber llegado al máximo de la plenitud con su familia, mientras desprecia a su hermana Joy. Si Pedro Almodóvar consiguió hacer de una violación a una enferma de carácter vegetal un acto de amor totalmente trágico en la espléndida Hable con ella (2002), Todd Solondz hace de las violaciones de Bill a dos amigos de su hijo, dos escenas puramente cómicas. La primera esperando con ansiedad a que el joven se coma el emparedado con la droga con lo dormirá, la segunda recorriendo cómo un poseso las calles de una urbanización buscando la casa del chico al que han dejado solos sus padres. El formulismo es el mismo, aunque los medios sean diferentes. Ambos actos vistos fríamente son horroríficos, sin embargo la dulzura de Almodóvar y el sentido del humor bizarro de Solondz, tergiversan los hechos al espectador para que los recibamos como a ellos les interesa: el primero, cómo un acto de amor tan puro como desesperado, el segundo, cómo un acto asqueroso, que en su ridículo proceder, nos acaba resultando de un humor negro de irrechazable disfrute. Por poner un ejemplo, la manera en la que el realizador ilumina al joven Billy a los ojos de Bill mientras este juega a béisbol, es exactamente la que otro realizador utilizaría para poner a Meg Ryan a los ojos de Tom Hanks, es decir, que Solondz escribe con el mismo patrón una escena que roza la escatología, creando así una conexión con el espectador, que ya avisa que se han exagerado las formas, y permite con ello, la complicidad con el mismo.

Happiness es el estado de lucidez máximo al que ha llegado Solondz. Esta historia de semen que sirve como pegamento o cómo motor de diálogos marcianos entre un padre y un hijo, en el que el primero no duda en alentarle: «No temas hijo, ¡Te correrás!», está muy por encima de sus dos otros films, en especial de Storytelling, que se encuentra más cercano al Larry Clark de Bully (hasta le roba al actor Leo Fitzpatrick) que al propio universo de Bienvenido a la casa de muñecas. Toda la mala baba gastada en Happinessconvierte cualquier proyecto futuro de Solondz en una ecuación de difícil solución, pero representa un indudable reto para este realizador que se divierte deshumanizando personajes para luego pegarles dos pinceladas de felicidad, que aunque no sirvan para mucho, entre tanta fatalidad realmente despuntan. Al fin y al cabo, ni la muerte se librará de la soledad de los personajes de Solondz –cf: La escena en la que toda la oficina se empieza a preguntar si conocían al fallecido exnovio de Joy–, así que bien vale brindar por lo que sea, ya sea una nueva pareja, una nueva casa, una primera corrida. ¡Salud!

(1) Por razones que escapan a mi comprensión en la versión doblada al castellano cambiaron el significado de la última frase en el diálogo final entre el padre y el hijo. Cuando el chico le pregunta si le haría a él lo mismo que a sus amigos (violarlos), el padre responde que no, que con él "se haría una paja", mientras que en la versión doblada se limita a decir "no, contigo no podría". Un cambio bastante significativo.

Fuente: http://www.miradas.net/0204/estudios/2003/08_losnoventa/happiness.html


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martes, 20 de noviembre de 2012

Oda al American Way of Life. PEQUEÑA MISS SUNSHINE. Estados Unidos, 2006.


FICHA TÉCNICA

Dirección: Jonathan Dayton y Valerie Faris.
Duración: 101 min.
Género: Comedia dramática.
Reparto: Greg Kinnear (Richard), Toni Collette (Sheryl), Steve Carell (Frank), Paul Dano (Dwayne), Abigail Breslin (Olive), Alan Arkin (abuelo).
Guión: Michael Arndt.
Producción: Marc Turtletaub, David T. Friendly, Peter Saraf, Albert Berger y Ron Yerxa.
Música: Mychael Danna.
Fotografía: Tim Suhrstedt.
Montaje: Pamela Martin.
Diseño de producción: Kalina Ivanov.
Vestuario: Nancy Steiner.

SINOPSIS

"Pequeña Miss Sunshine" es una comedia de carretera sobre una familia americana que rompe cualquier molde. La película presenta a una de las familias más desestructuradas de la historia reciente del cine: los Hoover, cuyo viaje a un concurso de belleza preadolescente no sólo provoca un cómico caos, sino también muerte y transformación, echando un conmovedor vistazo a las sorprendentes recompensas de ser un perdedor dentro de una cultura obsesionada con la victoria.

RESEÑA

"Pequeña Miss Sunshine", dando ejemplo.

Sinceramente, esperaba muy poco de "Pequeña Miss Sunshine". Me había alcanzado la habitual desgana tan típica y lógica que se produce cuando ves una serie de películas con rasgos similares que resultan ser tan aburridas como tópicas y, lo peor, pretenciosas. Sin embargo, a la salida de la sala, tras disfrutar inesperadamente con esta adorable "Pequeña Miss Sunshine", me inundaba esa sensación tan extraña que te hace respirar de otra forma, contemplar las cosas desde otro enfoque, me sentía tan entusiasmado como los protagonistas de la película. No dura mucho, desgraciadamente, pero eso ya es otra cuestión. Lo que importa es que "Pequeña Miss Sunshine" es una comedia vitalista contagiosa, con un estupendo guión que intenta alejarse de lo que se ha hecho últimamente, y eso es muy de agradecer.
"Pequeña Miss Sunshine" (‘Little Miss Sunshine’) se centra en los Hoover, una familia de lo más particular compuesta por el abuelo drogadicto, el padre que ha creado un curso sobre cómo tener éxito y no ser un fracasado, la madre que hace de “puente” de todos, el tío (hermano de ella) que se recupera de un intento de suicidio al ser abandonado por su novio, el hijo adolescente que lee a Nietzsche y se niega a hablar hasta que no sea piloto (pero escribe mensajes en una libreta), y la hija pequeña Olive, gafotas y con barriguita, que quiere ser una joven belleza. Un golpe de fortuna hace que Olive sea invitada a participar en el concurso de ‘Pequeña Miss Sunshine’ en California, por lo que toda la familia Hoover, por diferentes razones, tendrán que acompañarla, subidos a una destartalada furgoneta que sólo causará problemas.
Sólo puedo considerar a "Pequeña Miss Sunshine" una película grande, un film ejemplar en muchos aspectos y que todos esos realizadores tan similares a Wes Anderson (de los pocos que aún mantienen coherencia y estilo propio haciendo películas de este tipo) deberían visionar repetidas veces, interiorizando una idea fundamental: lo importante es cómo cuentas una historia. Resulta excelente el tratamiento que dan en "Pequeña Miss Sunshine" a las rarezas humanas, a esos personajes inadaptados que tratan sin posibilidad alguna, consciente o inconscientemente, de ser como los demás. A diferencia de otras películas, de bajo nivel, donde la ‘gracia’ está en reírse con las particularidades (anormales) de los personajes y ver lo torpes que son, aquí los protagonistas son personajes ‘raros’ pero tanto como podría serlo cualquiera de nosotros. Y la narración se preocupa de que así se vea desde el principio, posándose la cámara de forma que el espectador reconozca situaciones cotidianas, por mucho que estén teñidas con el color de la ficción. ¿Quién no tiene comportamientos que provocan una reacción de extrañeza en la persona que tiene delante? ¿Y quién no oculta comportamientos con lo que se siente cómodo por estar frente a personas que sabe que le rechazarían si lo supieran? Pues claro, todos.
No me extraña en absoluto (ahora, claro) los premios recibidos en Sundance y San Sebastián. Partiendo de un magnífico guión de Michael Arndt, al que sólo se me ocurre criticarle un desenlace un tanto brusco (que, bien pensado, puede ser culpa del montaje) y un escaso desarrollo de algunas situaciones puntuales (que, de nuevo, pueden ser culpa del montaje), los directores, Jonathan Daytony Valerie Faris, despliegan una envidiable historia, emocionante, trágica, divertida, como la vida misma. Todo ello gracias a un ritmo sensacional, que nunca decae, tranquilo pero nunca lento, rápido cuando es necesario y pausado cuando toca. La música siempre tiene un papel fundamental en este sentido y sólo cabe aplaudir, al igual que en el apartado del montaje, que, salvo las dudas planteadas más arriba, ayuda mucho a contar una película que, en manos equivocadas, podía haber resultado lentísima y soporífera.
Pero si algo destaca por encima de todo en "Pequeña Miss Sunshine" es su reparto y lo extraordinariamente bien que están todos. La familia Hoover está interpretada por Alan Arkin, en el papel del abuelo drogadicto que se encarga de enseñar a la pequeña el baile que debe realizar en el concurso que da título a la película (un baile, por cierto, impagable que provoca incluso ganas de unirte a la fiesta); Greg Kinnear, como el padre de la familia, el único que se engaña a sí mismo pensando que aún está del bando de los ganadores, de los triunfadores, tratando de ‘contagiar’ al resto de su familia, pero rindiéndose, poco a poco, inevitablemente, a su verdadera realidad; Toni Collete, como la madre de la familia, el polo opuesto al personaje de Kinnear, y el verdadero soporte donde se apoyan los demás, es el pegamento que une la familia; Steve Carell, que hace del hermano gay del personaje de Collete, que se recupera de un intento de suicido en el seno de esta familia tan particular, aportando sus rarezas individuales pero, sobre todo, un punto sarcástico sensacional (de hecho, este personaje es uno de los que más carcajadas provoca, por la extrema facilidad de Carrell para la comedia, como ya ha venido demostrando anteriormente); Paul Dano, en un papel que podía caer muy mal, por ser uno de esos adolescentes cabreados que no quieren relacionarse con nadie, pero que cae muy bien, por esa cercanía que emite el guión, a la que me he referido antes, y que hace que todos los personajes nos parezcan casi como sacados de nuestra propia familia, llegando, en el caso de Dano, a un punto cumbre en la escena en que sale de la furgoneta y… vale, vale, me callo; y, por último, la pequeña Abigail Breslin, una niña tremendamente encantadora, todo un acierto de casting (todos los actores son un acierto, pero en este caso aún más) que provoca la sonrisa en el espectador cada vez que aparece en escena, resulta imposible no querer darle el premio del concurso final, más aún cuando se ve lo que tiene preparado. Si hubiera un Oscar al mejor reparto, en conjunto, se lo tendrían que dar, sin discusión, a "Pequeña Miss Sunshine".
En resumen, "Pequeña Miss Sunshine" es un alegre y divertido cuento sobre un grupo de inadaptados que focalizan sus esperanzas en la participación de la más pequeña en un concurso de belleza y talento infantil, todo un símbolo de lo más repugnante de esa sociedad tan perfecta y maravillosa a la que todos “debemos” pertenecer si no queremos ser etiquetados como fracasados. 
Juan Luis Caviaro
Texto tomado de: http://www.blogdecine.com/criticas/pequena-miss-sunshine-dando-ejemplo

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domingo, 18 de noviembre de 2012

Oda al American Way of Life. BELLEZA AMERICANA. Estados Unidos, 1999


FICHA TÉCNICA:

Título original: American beauty
Director: Sam Mendes.
Reparto: Kevin Spacey, Annette Bening, Chris Cooper, Mena Suvari, Allison Janney, Wes Bentley,Thora Birch.
Fotografía: Conrad L. Hall.
Guión: Alan Ball.
Música: Thomas Newman.
Productor: Alan Ball.
Género: Drama.
Duración: 122 Minutos

5 Oscar por: Mejor película, Mejor director (Sam Mendes) Mejor Actor (Kevin Spacey), Mejor fotografia y Mejor guión. Estuvo nominada también por Mejor actriz (Annette Bening), Mejor edición y Mejor música.

SINOPSIS

Lester y Carolyn Burnham son, en apariencia, la pareja perfecta viviendo en una casa perfecta situada en un vecindario perfecto. Pero por dentro Lester se hunde cada vez mas en una profunda depresion. El finalmente toca fondo cuando una de las amigas de su hija se vuelve el objeto de su deseo. Mientras tanto la hija, Jane, esta cultivando una bonita amistad con un timido vecino llamado Ricky, quien vive con su homofobico padre.


RESEÑA

Al final, aunque parezca mentira, las fechas cuadran. Seguramente porque la épocas quedan influidas por las mentes creativas que viven en ellas, y no a la inversa. Pero poco importa. Que en 1999 confluyeran filmes como ‘Una historia verdadera’ (‘The Straight Story’, David Lynch), ‘El sexto sentido’ (‘The Sixth Sense’, M. Night Shyamalan) o ‘American Beauty’ (id, Sam Mendes) puede ser un azar, o la confirmación de que en el arte el azar no existe. Que a finales de los años noventa, y del siglo XX, la ficción audiovisual, sobre todo la norteamericana, encontrara estos, entre otros, iconos del fin de una era, es bastante ilustrativo. Pero lo es aún más cuando Alvin Straight (Fansworth) significa, de alguna manera, la defunción del western, cuando Malcolm Crowe (Willis) es todo un antihéroe del personaje del thriller clásico, y sobre todo cuando Lester Burnham (Speacy Spacey) en ‘American Beauty’ representa todo aquello que el cine clásico norteamericano (el más conservador, se entiende) ha querido siempre evitar: el hombre de mediana edad, hastiado, de miserable vida sexual, patético entorno familiar, gris vida laboral, y en conjunto la mentira del sueño americano.
Que, además, la película fuera dirigida por un británico de gran trayectoria teatral, el oriundo de Reading Sam Mendes, también tiene su ironía. Eso sí, el guión es de un norteamericano como Alan Ball, nacido en la muy sureña Atlanta, lo que es un dato importante. Entre ambos construyeron la certificación del fin de una Estados Unidos que durante tantas décadas se nos ha vendido (el que quiso lo compró) como un paraíso capitalista en el que sus criaturas siempre serán felices y sonrientes. No es la primera vez, ni mucho menos, que una película (norteamericana o no) indaga en los fantasmas y en las argucias de la ‘happy life’ estadounidense, pero pocas veces se ha hecho con tanta mala uva y con tanta lucidez, a través de una familia que de belleza tiene más bien poco, aunque su guionista y su director no tengan reparos a la hora de ofrecerles una cierta dignidad y una cierta redención. No es un filme perfecto, porque quizá tampoco quiere serlo. Es un zarpazo a lo políticamente correcto, al estado de bienestar y a la falsa moral.
No creo exagerar si digo que gran parte de la carga crítica de esta película proviene de la pluma de Ball, más que de la cámara de Mendes. El británico, desde entonces, intentó un ataque al belicismo y a la maquinaria militar norteamericanos con la fallida ‘Jarhead’ (id, 2005), y un nuevo estudio del vacío familiar y personal en la floja ‘Revolutionary Road’ (id, 2008), que está bien dirigida pero que hace añorar el trabajo de su debut como director en ‘American Beauty’. Estos filmes carecen de la potencia transgresora de aquella. Mientras que Alan Ball ha continuado indagando con gran éxito en la América más real y menos acartonada, con la inigualable serie ‘A dos metros bajo tierra’ (‘Six Feet Under’, 2001-05) y con la divertida parábola cultural y social de ‘True Blood’ (id, 2008-presente). Pero poco importa de quien sea el mérito, porque el guión y los diálogos de Ball son excelentes, y la puesta en escena y la dirección de actores de Mendes impecables.

La infelicidad como forma de vida

El centro dramático de este relato es la disfuncional familia, de clase media-alta, de los Burnham, que habitan en un suburbio cualquiera de Estados Unidos (el estado es indiferente para la historia, aunque la ciudad aparenta ser Chicago), cuyo padre es un oficinista aburrido y en crisis existencial, cuya madre es una fracasada vendedora de inmuebles obsesionada con el éxito y con guardar las formas , y cuya hija adolescente es una chica apocada y acomplejada físicamente. Cada uno de ellos se encuentra en un laberinto interior de difícil salida, y las soluciones que tomarán para salir de él, a cual más patética y desesperada, conducirán a un final impredecible, que llegará en admirable crescendo, y que dinamitará las convenciones sociales que tanto les asfixian. Entre tanto, una feroz y desprejuiciada descripción de un barrio que es como cualquier otro en cualquier país occidental del mundo.
Para Sam Mendes y Alan Ball, Estados Unidos es un crisol de frustraciones, de consumismo, de hipocresía, de sexo reprimido. Esos son sus temas, y los explotan hasta el final, sin concesiones. Si Lester (un estupendo Spacey, muy creíble como aburrido y fracasado hombre medio) se fija en la amiga adolescente de su hija (interpretada por una sensual Mena Suvari), y siente por ella una atracción irresistible, al menos eso le sirve para mover el culo, hacer ejercicio y preocuparse un poco más por su físico y su amor propio. Si Carolyn (una magnífica Annette Bening) engaña a Lester con la competencia, al menos vuelve a sentirse deseada de nuevo y vuelve a saber lo que es estar cerca del éxito. Y si la adolescente Jane (impecable Thora Birch) conoce al tipo raro de la clase, que resulta ser un traficante de drogas y un voyeur impenitente, por lo menos encuentra el amor y a alguien que la acepta tal como es.
En lo marginal o en lo inmoral radica, quizá, una forma de libertad o, al menos, una vía de escape a una existencia sin el menor sentido. Existe en esta película una cierta comprensión y dignidad a unos seres tan patéticos, especialmente a Lester, cuyas ensoñaciones con la rubia Angela poseen unas altas dosis de surrealismo y de transgresión, sin perder jamás la elegancia, y que luego volveremos a ver en muchos capítulos de ‘A dos metros bajo tierra’. La espléndida fotografía de Conrad L. Hall, que le valió un merecidísimo Oscar, se encarga de transmitir con gran sutilidad, y siempre con el uso del color y la iluminación, el estado anímico preciso en cada momento. La compleja gama de emociones y conductas que los personajes experimentan en este viaje, es siempre nítida, y siempre esconde una segunda intención ulterior, que se irá desvelando progresivamente, como el secreto del personaje de Suvari, como lo que es capaz de hacer el padre de Ricky (interpretado por el gran Chris Cooper) por recuperarle, como la redención final de Lester…
Dijo Sam Mendes que daría cualquier cosa porque su carrera fuera la mitad de lo que fue la carrera de Billy Wilder, mientras Spacey afirmó que su verdadero maestro había sido Jack Lemmon. En verdad hay mucho, y de lo mejor, de Wilder en los vericuetos formales y en la feroz anarquía de un relato que, sin embargo, cierra de una forma tan hermosa y tan lírica, con la muerte como el espejo final en el que vemos lo mejor de nosotros mismos. Una muerte que nos acerca un poco a la obsesión por ella que Alan Ball cristalizaría en la citada serie sobre una familia de funerarios. Y aunque el amargo final podría haber sido, o eso es la sensación que a mí me da, bastante más salvaje, lo cierto es que, al menos, hemos sido capaces de vernos en un espejo que exige una feroz lucha con nosotros mismos.
Texto tomado de: http://www.blogdecine.com/criticas/american-beauty-ya-no-hay-heroes

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sábado, 17 de noviembre de 2012

Cine y jazz. CALLE 54. España/ Francia, 2000


FICHA TÉCNICA

Dirección y guión: Fernando Trueba.
Duración: 100 min.
Fotografía: José Luis López-Linares.
Música e intérpretación: Paquito D´Rivera, Eliane Elias, Chano Dominguez, Jerry González, Michel Camilo, Gato Barbieri, etc.
Montaje: Carmen Frías.
Género: Documental.

SINOPSIS

Bajo la estructura de un documental, se desarrolla una película musical. Los "favoritos" de Trueba en el jazz latino, tocan su música y se retratan a sí mismos en pequeñas conversaciones con el director, que traza, entre pieza y pieza musical, un retrato de cada artista.



RESEÑA


Fernando Trueba dice que esta película no es un documental. Estoy de acuerdo con él. Un documental documenta, es decir informa sobre algo, aporta datos sobre personas, acontecimientos o cosas. "Calle 54" no hace nada de eso. No es su intención en ningún momento. Al contrario. "Calle 54" lo que quiere por encima de todo es provocar sensaciones, incitar a la comunión con unos músicos de los que en realidad ni sabemos nada ni nos interesa demasiado saber nada. Solo nos importa la impresión que produce en nosotros escucharlos, verlos tocar, mirarse, sentir su música. Y eso está más cerca de la ficción que del documento.Trueba cuenta que en el año 80 un amigo le regaló un disco de jazz latino que cambió su vida. A partir de ese momento se convirtió en un adepto. Y su fidelidad lo impulsó a filmar en "Two Much" una secuencia de música que cerraba la película. De esa secuencia nace "Calle 54". Del deseo de reunir ante una cámara a un conjunto de grandes músicos del jazz latino para que dejen su huella en un film que quedará como una experiencia única. Trueba sabe que lo que importa es la música, por eso reduce la presencia de los músicos fuera de la escena a lo mínimo, filmándolos apenas en un entorno frío en una Nueva York nevada que sirve de contraste con la calidez de los ritmos que se escuchan. Y para escucharlos los encierra en un espacio abierto. No es una contradicción. El estudio de rodaje, desnudo de cualquier decorado, se pone al servicio de estos hombres para iluminarlos con un simple color de fondo que ayuda a sentir la música proyectándola en todas direcciones.Excelente musical, preciosa película. No me gusta especialmente este tipo de música, debo reconocerlo, pero precisamente por eso le agradezco más a Trueba el buen rato que he pasado viendo y oyendo a Paquito DiRivera, Eliane Elías, Chano Domínguez, Jerry González, Michel Camilo, Tito Puente, Chucho Valdés, Chico O'Farrill, y sobre todo Gato Barbieri y los dos grandes cubanos Israel López Cachao y Bebo Valdés. 

Por Nuria Vidal
Fuente: http://www.fotogramas.es/Peliculas/Calle-54/Critica

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lunes, 12 de noviembre de 2012

Cine y jazz. COTTON CLUB. Estados Unidos, 1984


FICHA TÉCNICA


DURACIÓN: 127 min.
DIRECTOR: Francis Ford Coppola 
GUIÓN: Francis Ford Coppola, William Kennedy, Mario Puzo (Novela: Jim Haskins)
MÚSICA: John Barry
FOTOGRAFÍA: Stephen Goldblatt
REPARTO: Richard Gere, Diane Lane, Gregory Hines, Nicolas Cage, Bruce McVittie, Lonette McKee, Bob Hoskins, James Remar, Allen Garfield, Gwen Verdon, Tom Waits, Jennifer Grey, Laurence Fishburne, Fred Gwynne, Lisa Jane Persky, Joe Dallesandro, Gregory Rozakis, Sofia Coppola, Mario Van Peebles
PRODUCTORA: Zoetrope Studios / PSO International / Totally Independent. 
GALARDONES: Premio BAFTA 1985 al vestuario; Nominada a 2 Globos de Oro 1985 (Director y Película Dramática); Nominada a 2 Oscares 1985 (dirección Artística y Edición); Nominada a mejor pelícla extranjera por la Academia Japonesa de Cine.


SINOPSIS


América, años veinte. El Cotton Club es el night club de jazz más famoso de Harlem, Nueva York. Su historia es la historia de la gente que frecuenta el local. Richard Gere es Dixie Dwyer, un atractivo trompetista en busca del éxito cuya suerte cambia de forma espectacular cuando salva la vida del gángster Dutch Schultz -Bob Hoskins-. Gregory Hines es Sandman Williams, un brillante bailarín de color que sueña con convertirse en estrella. Diane Lane es Vera Cicero, la novia de Dutch Schultz, una joven bella y ambiciosa cuya vida puede correr peligro ante la pasión prohibida que siente por Dixie. (FILMAFFINITY)


RESEÑA


En 2002 llegó a las pantallas un filme denominado “Chicago”, debut de Rob Marshall en la dirección, que reivindicó para la taquilla los parabienes de un género tan alicaído como el musical, que cosechó todos los laureles posibles en foros críticos de medio mundo, y como colofón, que se alzó con la más preciada estatuilla dorada. Revisando “Cotton Club”, me di cuenta de que algunas de las mejores ideas contenidas en la referida “Chicago” son una copia servil de esquemas narrativos e improntas visuales que se contienen en esta efervescente y ahora olvidada película de Francis Ford Coppola. “Cotton Club” supone una veneración en toda regla a los célebres espectáculos del mítico club que da título al filme y a todos los locales de fiesta que proliferaron en el norte de Manhattan durante los años de la prohibición, los artistas, que en su inmensa mayoría eran negros protagonizaban sus espectáculos, y cómo no, de las vibrantes piezas de jazz clásico que se interpretaban en esos shows y que encandilaron a toda una generación. Partiendo de esa premisa, el filme se construye en todo momento desde una acusada teatralidad: los gangsters se retratan de una forma completamente inversa a los de “El Padrino”, incorporando y enfatizando todos los clichés con los que el arte popular los ha retratado, desde los rostros, hasta su indumentaria, pasando por esas iconográficas metralletas de cartón; algo parecido sucede con los artistas, cuya idiosincrasia farandulera se mantiene en las secuencias cotidianas (lo que ayuda a Gregory Hines a arrancarse una interpretación genial). El artificio deliberado y el glamour sostienen las imágenes y la propia historia. Ello alcanza a muchos detalles argumentales, como el hecho de que Dixie se convierta en icono del “star system” de Hollywood con un filme llamado “Mob’s Boss”, pero radica principalmente en la elaborada planificación y escenografía, véase, por ejemplo, el modo emblemático en el que se filman las secuencias de violencia, una violencia que, una vez más en Coppola, se caracteriza por su afectación y por su identificación con esos patrones narrativos clásicos a los que la película rinde tributo.

Después de un rodaje largo, complicado, muy caro y polémico (son famosas las discusiones entre Coppola y el productor Robert Evans) y finalmente una reacción en general negativa por parte de la critica, acompañada de una fría acogida en taquilla que no cubrió los gastos, hicieron de este megafilme de Coppola sea uno de los más incomprendidos y malditos de su carrera. Creo que poco a poco la crítica ha ido reconciliándose con esta película y ha ido dejando de ser considerada un capricho del genial director americano, descubriendo un filme mucho más cercano al anhelado cine de autor que siempre defendió que al simple intento de repetir el éxito de las dos primeras entregas de “El Padrino”. El tiempo ha desvelado una maravillosa obra que mezcla sin pudor una sentida honra al cine negro y al musical. Esa dualidad en los géneros de extiende al resto del filme, sacando mucho juego a las historias paralelas tanto en la narración como en las relaciones de los personajes. De esa forma de va construyendo una fascinante crónica de una época llena de contrastes en el que un negro podía ser la estrella más cotizada del Club más selecto de la ciudad pero no podía entrar a ver un espectáculo. Además es una personal reflexión sobre la familia a través de las historias paralelas y a la vez divergentes de los hermanos protagonizados por Richard Gere y Nicolas Cage. Un festín visual made in Coppola poblado de personajes perfectamente definidos y unas historias entrelazadas llenas de interés y bien desarrolladas que van formando un rico tapiz de relaciones que aportan un robusto armazón al filme. Material suficientemente bueno para recibir con éxito la labor de un Coppola absolutamente inspirado en la puesta en escena y en la construcción de unos planos de gran belleza plástica. Si hay algo que se le ha echado en cara a Coppola, no sin razón, en su carrera es su prepotencia y sus maneras de ejemplificar que estás viendo una película de Coppola. “Cotton Club” tiene auto homenajes y bromas privadas, también tiene un aura de autenticidad y armonía con lo que está haciendo. Honestidad, en una palabra.

“Cotton Club” pertenece a la lista de películas que pueden cambiar la vida de muchas personas. Además está en la lista de películas con más pérdidas millonarias que supuso la ruina de su productor Robert Evans y quehizo que Francis Ford Coppola entrara en una fortísima crisis y se refugiara en un cine más íntimo e independiente hasta que tuvo que rodar “El Padrino, Parte III” (1990) como única manera de poder recuperar un prestigio y un dinero perdido. Dado su alto presupuesto y su conocido reparto, fue considerada una superproducción que aspiraba a conquistar premios y taquilla, cosas que no consiguió. Cabe recordar que en los premios Oscar de 1984 solo fue nominada en las categorías de Mejor Dirección Artística y Mejor Montaje, como se sabe la gran triunfadora de esa noche fue “Amadeus” (1984) de Milos Forman, no está mal explicar las circunstancias que concurren en una película cualquiera, pero cuando menos hay que tener presente que lo que importa al espectador, lo que realmente le preocupa, al menos de entrada, es lo que finalmente se ve en el rectángulo mágico del televisor o la pantalla del cine, los diversos problema que tuvo para su realización taparon a la película cuando se estrenó, de manera que muy pocos llegaron a ver la película en su estreno con la asepsia necesaria. Ahora el tiempo ha pasado, aquellas circunstancias parecen superadas y “Cotton Club” empieza a poder ser contemplada como un trabajo correcto de Francis Ford Coppola (que llegó al rodaje no al principio y sí para poner un poco de orden en el caos), además al director le sirvió como un elemento para retratar una sociedad y la historia de un país tan complicado como Estados Unidos en los años veinte y principios de los treinta. Las cosas llegan hasta donde llegan, no más. Pero es lo de menos, contemplar “Cotton Club” es sumergirte en una ambientación artística de lujo con algunos de los mejores decorados y vestuarios que se recuerdan sobre ese periodo histórico. Coppola nos recuerda que la belleza del cine puede ampararse en la prestidigitación y el engaño, siempre que se posea el talento para arrancar a las imágenes una fuerza tan espectacular como la que contenían los arrebatos líricos de “Golpe al Corazón” (1982), sobre todo en las secuencias musicales del “Cotton Club”.
Podremos debatir acerca de los motivos de su fracaso comercial y del desencanto de Coppola. De tantas horas de trabajo sin apenas reconocimiento. Las razones que mueven al público a aplaudir desaforadamente una obra o a dedicar a su autor la pitada más ensordecedora nunca han estado demasiado claras. Por influir, influye la propaganda, la política y hasta acontecimientos puntuales que luego la historia olvida. Pero aquí en pleno siglo XXI. “Cotton Club” ha logrado en mi lo que con toda seguridad su director perseguía, sumergirme en un mundo de sensaciones mezcla de vida, ambiciones, intereses, violencia y sobre todo música. Esa música de jazz que riega como un buen vino el excitante manjar nocturno del Cotton Club. Lo novedoso en este trabajo es que se altera de manera imperceptible pequeñas convenciones. Coppola tomando como referente el cine de gangsters, incluye un elemento inaudito en este género acostumbrado de versar sobre capos de la mafia: la mirada de las víctimas. El cine aquí es una especie de “cuarto poder”, una manifestación capaz de denunciar de forma ingrávida los abusos del mundo del hampa, y la música, una herramienta de seducción que permitió a los afroamericanos transformarse en referentes culturales y acceder a espacios a los que estaban vedados. El proceso se vuelve más intenso en 1930, donde los actores de la comunidad de color obtienen pequeños espacios de poder y emprenden una apropiación del barrio, un proceso que fue denominado el “Renacimiento del Harlem” que consistió en la expansión de una cultura afro y de un mayor control territorial de éste, explicado en el filme a través de la formación y organización de mafias negras. No existen protagonistas claros, sino que narra las andanzas de un elenco de variopintos personajes a través del tiempo. Lo hace con ritmo y elegancia, sin que el filme decaiga en sus más de dos horas de duración. La teatral puesta en escena es magistral, que teletransporta al espectador a esa noche americana donde cohabitaron artistas, mafiosos, cabareteras y demás fulanos nocturnos, todos ambiciosos por ascender en su escala social.

Me es imposible destacar un actor o una actriz en un elenco formidable. Todos cumplen a la perfección y ajustan su interpretación a lo que de ellos se exige como integrantes de un maravilloso ballet cinematográfico. Todo encaja y tiene su sentido en un filme donde la música es tan natural como las pistolas, hay encontramos a un sorprendente y joven Richard Gere que encarna muy bien a Dixie (cabe destacar que en algunas secuencias, él verdaderamente toca la trompeta), Gregory Hines esta notable como el soñador Sandman Williams, estos dos personajes entremezclan sus vidas porque hasta entonces solo existían en el paralelismo de la música, casi todos los actores tienen tablas y eso se nota, pero precisamente hay una quien más destaca, una joven y hermosa Diane Lane, que borda su papel de chica del gangster, aportando más de lo que se le supone a una mujer florero, y no nos olvidemos también de la destaca participación de Nicolas Cage...En cuanto a la dirección, nada nuevo, Coppola apuesta por el clasicismo sin florituras y el filme gana en enjundia con ello, dirección concisa y espacio libre para el lucimiento de unos actores que se encuentran cómodos en sus roles. Como dijimos anteriormente la fotografía y la coreografía de los bailes están cuidadas al detalle y se agradece, ya que se disfruta con ambas, además la banda sonora de John Barry es formidable. Guión previsible pero efectivo en el que alguien que tenga un poco de noción de cine negro sabe como acabara todo. “Cotton Club” significa en la carrera de Francis Ford Coppola una nueva inmersión en un género cinematográfico que le apasiona y sobre el que dio sus primeros pasos como director, el musical. Y además fue una película de rodaje difícil… Parece que se ha puesto cada vez más de moda entre la crítica cinematográfica y los comentaristas de televisión hablar más que sobre las películas sobre las circunstancias de producción de éstas (sobre si en ella se ha invertido tanto o cuanto; sobre si tal o cual actor se lió con tal o cual actor o actriz del equipo o sobre si el productor se negó a soltar un dólar más cuando apenas quedaban dos días para terminar el rodaje). En definitiva, un homenaje sincero a dos géneros y dos horas de entretenimiento para aquel que quiera que le cuenten una historia de forma sencilla y sin alardes sin renunciar a cierta calidad cinematográfica.

Texto extractado de: http://el-pelifomano.blogspot.com/2011/10/cotton-club.html


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